Por David Alvarez
Un 8 de octubre de 1895 (hace 120 años) en Lobos, Buenos Aires, nacía Juan Domingo
Perón, pasó su infancia en la geografía
dura e inclemente de la pampa y la Patagonia. Ingresó a los dieciséis años al Colegio
Militar, se convirtió en un estudioso y brillante oficial de Estado Mayor; junto con otros coroneles del ejército clausuraron el 4 de junio de 1943 la década infame para
redimir la patria y salvar de la humillación a los trabajadores y los
desposeídos. Dotó a los humildes de
dignidad, de doctrina y de organización, los hizo pueblo, y los consideró lo
mejor que tenemos. El 17 de octubre de 1945 su nombre se hizo
bandera y se desató la esperanza popular.
Pronto unió su destino al de una mujer de un carisma inigualado que se
iba a constituir en la llama ardiente de la revolución, en puente con los
débiles, los desamparados y marginales,
los niños, los trabajadores, los humildes, las mujeres, los ancianos. Desde entonces fue la primera figura política
a lo largo de tres décadas. Presidente de la nación elegido tres veces en forma
constitucional, siempre con más de la mitad de los votos, y en la última
oportunidad con dos tercios de ellos.
Recibio un país colonial, postergado, sometido, de rodillas, y lo puso
de pie y a la cabeza de América latina, ejemplo para todos los pueblos del
planeta. Fundó la tercera posición
internacional, y el continentalismo iberoamericano con proyección al siglo XXI.
Logró la dignificación del trabajo, la
humanización del capital, la protección al desvalido, una multiplicación de
escuelas y hospitales, miles de fábricas levantadas y las mejoras al obrero y
al peón rural. Promovió el deporte como
nunca antes ni después, levantó establecimientos educacionales de todo tipo,
miles de centros de salud, hoteles de turismo todavía no superados, complejos
de esparcimiento y piletas y balnearios populares, y nada menos que quinientas
mil viviendas. Una flota fluvial que llegó a ser la primera del subcontinente y la cuarta del
orbe; se construyó el aeropuerto internacional más grande y seguro del mundo.
El país contó con una planta petroquímica de avanzada. La clase trabajadora gozaba de pleno empleo y de las mejores y más
avanzadas leyes sociales de la historia. Se instituyó la jubilación, el
aguinaldo, las vacaciones pagas, la indemnización.
El país produjo todo el carbón, el aluminio, el gas y el petróleo que consumía. Se construyó una planta y un plan nacional de energía atómica modelo. Siderurgia y altos hornos. Se redujo a cero la deuda externa. Se redistribuyó la riqueza en forma espectacular. Se nacionalizó el patrimonio de los argentinos, el comercio exterior, la banca y los servicios públicos, de infraestructura y transporte, y se promovió un fantástico plan de obra pública. Se reformó la Constitución y se incorporaron a la misma derechos sociales de vanguardia.
Se produjo una fenomenal revolución que hizo realidad la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación. Perseguido, difamado, proscrito y peregrino de diez suelos extraños, siguió siempre conduciendo en forma sublime y magistral las inclaudicables luchas de su pueblo fiel. Concretó el sueño de millones cuando después de dieciocho largos años de exilio regresó desencarnado, victorioso y en paz a la patria, en la plenitud de la primavera del 72, y pronto al poder por varios meses más. Cumplida cabalmente su misión en la tierra, el 1º de julio de 1974, el águila emprendió su vuelo. Murió viejo, en la cama, sin las botas puestas, pero derrotando como glorioso general el ancestral estigma del destino hasta entonces inexorable que había condenado a expirar en el ingrato destierro a José Gervasio Artigas, a José de San Martín, a Juan Manuel de Rosas, a tantos otros. El odio y la infamia lo persiguieron, incluso mucho después de entonces, hasta profanar su morada en la ciudad de los muertos, como antes se había profanado vilmente a su compañera.
Los que lo conocieron y lo oyeron, los que lo amaron y lo siguieron, más de cuatro décadas después, lo llevan, vivo, vibrante, siempre presente en el corazón. Es que quien ha visto la esperanza no la olvida: la busca siempre. Se llamaba Juan Domingo Perón… Y en la lucha que emprendiera por la justicia y la dignidad de su pueblo, por siglos se seguirán ganando batallas al conjuro de su nombre.
El país produjo todo el carbón, el aluminio, el gas y el petróleo que consumía. Se construyó una planta y un plan nacional de energía atómica modelo. Siderurgia y altos hornos. Se redujo a cero la deuda externa. Se redistribuyó la riqueza en forma espectacular. Se nacionalizó el patrimonio de los argentinos, el comercio exterior, la banca y los servicios públicos, de infraestructura y transporte, y se promovió un fantástico plan de obra pública. Se reformó la Constitución y se incorporaron a la misma derechos sociales de vanguardia.
Se produjo una fenomenal revolución que hizo realidad la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación. Perseguido, difamado, proscrito y peregrino de diez suelos extraños, siguió siempre conduciendo en forma sublime y magistral las inclaudicables luchas de su pueblo fiel. Concretó el sueño de millones cuando después de dieciocho largos años de exilio regresó desencarnado, victorioso y en paz a la patria, en la plenitud de la primavera del 72, y pronto al poder por varios meses más. Cumplida cabalmente su misión en la tierra, el 1º de julio de 1974, el águila emprendió su vuelo. Murió viejo, en la cama, sin las botas puestas, pero derrotando como glorioso general el ancestral estigma del destino hasta entonces inexorable que había condenado a expirar en el ingrato destierro a José Gervasio Artigas, a José de San Martín, a Juan Manuel de Rosas, a tantos otros. El odio y la infamia lo persiguieron, incluso mucho después de entonces, hasta profanar su morada en la ciudad de los muertos, como antes se había profanado vilmente a su compañera.
Los que lo conocieron y lo oyeron, los que lo amaron y lo siguieron, más de cuatro décadas después, lo llevan, vivo, vibrante, siempre presente en el corazón. Es que quien ha visto la esperanza no la olvida: la busca siempre. Se llamaba Juan Domingo Perón… Y en la lucha que emprendiera por la justicia y la dignidad de su pueblo, por siglos se seguirán ganando batallas al conjuro de su nombre.
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